De los días que no hay sol
Dicen que nos espera un mejor mañana.
Algunos dicen que poner una sonrisa en el rostro ayuda a mejor el día.
Yo, la verdad no puedo negar a una o afirmar a la otra.
Sinceramente puedo caer en la oscuridad del corazón sin darme cuenta y perfectamente volver al mar de la alegría por la situación más insignificante.
Es algo así como las arenas movedizas del alma: inconstantes, impredecibles y cambiantes.
No son esculpidas a mano, sino llevada por el viento. No son hechas por el barrio sino por el ardor en el pecho.
Es como atragantarse con el dolor, dolor que da semilla y produce un árbol en la tierra del corazón.
Y es ahí entonces donde mi mirada se pierde, mi mente viaja y mi conciencia se enmudece porque voy en camino al limbo, a ese ciclo interminable de estar dormido pero despierto e inconciente.
He llegado al punto de apreciar la música lenta y suave; aquello ruidoso me dirige a la locura, aunque de vez en cuando me gusta la dosis de energía que me inyecta.
De los días que no hay sol, muchos dicen que son días tristes, son días oscuros de vibraciones bajas, pero yo difiero con cualquiera que piense así. Los días ayunos de sol bajan las revoluciones en esta jungla asesina. Te dan el chance de poder sentir el aire una vez y te permite escuchar el agua caer en otra dimensión.
Los días que no hay sol son amigos, tormentosos en su quietud pero pasivos en la violencia como arremeten como olas de mar en la costa del espíritu.
Veo un mar de nubes desplegado como el lienzo, como una cortina, el sol trabajando pero yace durmiendo sobre la cama gris.
Ese es un día sin sol, es tan sólo un ciclo sanador. Es solo un ciclo que acaba cuando la piel comienza a quemarse de nuevo expuesta y desnuda ante su feroz y voraz deseo de impregnarse en nosotros como a un parásito que hace su casa en los poros de cara.
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